(Pequeño Laraousse ilustrado, p.X)
Leer, infinitivo del verbo regular del mismo nombre, perteneciente a la segunda conjugación del castellano, había sido, hasta ahora, sinónimo de inteligencia, lucidez, evolución o simple entretenimiento. Ya no. Ahora leer es repetir como un loro y funge como analogía de lacayo, cobarde o acéfalo. Extraña contradicción en boca de quienes acuñaron esa nueva acepción de la palabra leer pero que, sin embargo, enarbolan como bandera la ya tan repetida, pero rara vez ejecutada, sentencia del Libertador: moral y luces son nuestras primeras necesidades.
Me refiero, claro está, a la acusación que recibieron los jóvenes estudiantes en la Asamblea Nacional después de haber leído sus reivindicaciones. Y cuando digo simplemente jóvenes estudiantes, digo eso y no más, cualquiera entiende. Lo que yo vi, lo que yo entendí, es que esos estudiantes plantearon, desde el primer momento, no un debate en la Asamblea sino un derecho a réplica, su exigencia de que se les retiraran los epítetos de golpistas, desestabilizadores, niños ricos e idiotas útiles con que algunos parlamentarios(as) los habían etiquetado. Leyeron, pues, esos estudiantes lo que iban a decir y fue el acabóse. Que si hijos de Condoleezza Rice, que si incapaces de haber escrito ellos mismos sus palabras, que si miedosos, que si inmaduros, que sin nada que decir. Y a pesar de que la primera muchacha del sector oficialista también leyó, a ella no se le aplicó esta nueva acepción; o sea, se infiere que leer es malo cuando lo hacen “los otros”.
Lo que hoy no entiendo es a los que no entienden que esa era la única posición respetable, a los que escriben o dicen: “muchachos, me decepcionaron”, a los que querían ver un debate político y no una digna y contundente reivindicación. Lo que yo vi, y vi toda la cadena, no fue a dos grupos de estudiantes con diferentes posiciones. Vi un grupo de jóvenes estudiantes y un grupo de jóvenes políticos. Los cuerpos no mienten, los gestos tampoco, las entonaciones de las voces menos. Yo no sé si en estos tiempos que vivimos y gracias a las manipulaciones transgénicas, o de cualquier otro tipo, ahora se nace político como antes se nacía músico o poeta. Tal vez siempre fue así y no me había dado cuenta. Miré y oí con atención a los que se quedaron ¿hablando solos? Qué verbo, qué ímpetu, qué retórica (a pesar, claro está, de algunas trabucadas e inconsistencias propias de la edad), qué manejo de la masa, tanto que me parecía estar escuchando a algunos viejos políticos de la Cuarta. ¡Y dígame el joven liceísta de franela beige, ¿cuarto o quinto año de Media Diversificada?, un senador romano no lo hubiera hecho mejor! Las pausas justas para recibir los aplausos, la pretendida ignorancia (o mero olvido del caletre) de algunas fechas, las reverencias al saber de los políticos de oficio: “ustedes son diputados y saben más que yo...”
Los jóvenes políticos les hablaron durante horas a unos jóvenes estudiantes ausentes. Pero eso no tenía importancia, se estaban fogueando, preparando un sitio, quizás no tan lejano, entre sus pares parlamentarios, estaban haciendo práctica política. Y eso merecía todos los aplausos, todos los vítores de sus iguales.
Quizás por eso a algunas personas les resulta difícil entender la posición que asumieron los estudiantes, porque están acostumbradas al resonar de las palabras, a la retórica vacía, al ejercicio demagógico de las ideas, loables como ideas, pero demasiado cercanas a los insultos y a la detracción para que pueda resplandecer en ellas la verdad. Se ha dicho e insistido, de uno y otro lado, que los jóvenes estudiantes debían haberse quedado y debatir. No. Tenían que hacer lo que hicieron y eso hicieron. Sus palabras, sin altisonancias, sin engolamientos, sin manos gesticulantes, tan al uso en la política de ahora y de siempre, estaban desnudas y claras. Quien tuvo oídos para oír y ojos para “leer” el cuerpo de los jóvenes estudiantes y de los jóvenes políticos, oyó y leyó. Ahora habrá que habituarse —y no será fácil porque eso requiere una revolución en el pensar— a que una nueva manera de hacer y decir es posible en las nuevas generaciones. Los jóvenes estudiantes corrieron los límites de una realidad monolítica y monocromática y dejaron al desnudo un retórica que no ha cambiado, a pesar de cuanto se diga, en los últimos años. El rol de los Prometeos nunca ha sido cómodo, ellos deberán pagar por el fuego que le robaron a los dioses.
Quienes aseveran que, por haber leído sus palabras, son no pensantes, o quienes sostienen que no hubo contundencia en su decir porque faltaron gritos y desgarre de vestiduras, incluso aquellos que desde no sé cuál suficiencia ideológica cotorrean que fue una respuesta demasiado sofisticada que el “pueblo no entendió”, deberán plantearse la terrible posibilidad de que en el futuro inmediato y mediato leer sea contrarrevolucionario. Leer es pensar, y pensar siempre es sofisticado. Lege, quaeso.
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