sábado, junio 16, 2007

Antonio Sánchez García: GRAMSCI Y MUSSOLLINI EN MIRAFLORES

Traer al comunista Antonio Gramsci (Ales, Cerdeña, 22 de enero de 1891 - Roma, 27 de abril de 1937) a la turbia disputa que sacude a la sociedad venezolana no revela particular sagacidad. Especialmente en vista del propósito: si existe alguna figura ajena al estilo, a la acción y a los verdaderos objetivos del teniente coronel, ésa es la de Antonio Gramsci. Invocarlo para legitimar el cierre de RCTV, un dislate. Si es cierto que para Gramsci no hay revolución posible sin un cambio radical en las ideas y creencias dominantes, sustancia medular de la “hegemonía”, creer que dicho cambio debe llevarse a cabo con la brutalidad cuartelera de persecuciones, cierres, robos y asaltos a mano armada, propios del fascismo mussoliniano, significa no haber entendido absolutamente nada. Es claro que para Gramsci la revolución sólo es posible si se transforma el universo de las ideas y creencias y se conquista el corazón de la sociedad civil. Pero ese cambio y esa conquista no se pueden lograr a mandarriazos. Para Gramsci la revolución es el producto de la verdad histórica, del convencimiento intelectual de las masas y de la supremacía espiritual de los intelectuales orgánicos de la clase revolucionaria, no de la cuartelera brutalidad exhibida el 27 de mayo. ¿Dónde está la clase revolucionaria venezolana, en el ejército bolivariano? ¿Dónde sus intelectuales orgánicos? ¿En los generales Müller Rojas y Jacinto Pérez Arcay?


De allí que el asesor italiano ¿Antonio Negri? que ha puesto las ideas del sardo en el escritorio de Miraflores no tenga la menor idea del caldo que se cuece en Venezuela: golpismo puro, militarismo puro, autocracia pura, caudillismo puro. Ingredientes muchísimo más cercanos al pensamiento, las ideas y el quehacer de Benito Mussolini que de Antonio Gramsci. Así el castrismo provea del know how represivo y el marxismo-leninismo la médula totalitaria para la torta bolivariana. ¿Gramsci legitimando el cierre de medios y la persecución a artistas, intelectuales y estudiantes que sacude a la sociedad venezolana? Puro non sens.


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En cuanto al marxismo gramsciano, nunca está demás aclarar algunas cosas. Porque tampoco es que Gramsci sea la versión angelical, rosada del golpismo bolchevique. Gramsci fue marxista de la misma manera que Lenin: acuciado por sus propias determinaciones. Apenas realizado el asalto al Palacio de Invierno y la violenta toma del poder por los bolcheviques en octubre de 1917, un acto de consecuencias universales apenas entrevisto por sus contemporáneos, Antonio Gramsci, joven líder de los socialistas revolucionarios turineses, publicó el 5 de enero de 1918 en Il Grido del Popolo su artículo La revolución contra "El Capital". Ya hacía referencia en él a un hecho determinante de su propio quehacer intelectual: la revolución rusa había tenido lugar a contracorriente de los pronósticos marxistas. Lo que le importaba un rábano. La revolución podía y debía cumplirse sin importar las enseñanzas marxianas: el problema crucial era tomar el poder –si se podía- y echar a andar la transformación revolucionaria de la sociedad. En cualquier tiempo y lugar. Todo lo demás podía quedar relegado a los manuales, absolutamente inútiles, como los de la profesora Marta Harnecker.


Va incluso más lejos y se atreve a adelantar una crítica a Marx, sin duda injusta. Refiriéndose a Lenin y los bolcheviques escribe que “viven el pensamiento marxista, el que nunca muere, que es la continuación del pensamiento idealista italiano y alemán, y que en Marx se había contaminado con incrustaciones positivistas y naturalistas.” Confunde, sin duda, su propia formación marxista, filtrada por Benedetto Croce y Antonio Labriola, con la de Marx, que no tiene absolutamente nada que ver con la tradición filosófica italiana. Y confunde el aporte de Engels, sin duda positivo y naturalista, con la sustancia historicista y crítica del propio Marx. Agregándole de su apasionada cosecha mediterránea un ingrediente inexistente en el pensador germano: “la voluntad social, colectiva…plasmadora de la realidad objetiva…canalizable por donde la voluntad lo desee y como la voluntad lo desee.” Huele antes a Schopenhauer, incluso a Wilfredo Pareto que a Marx. A fascismo antes que a socialismo. A Carl Schmitt. No es casual: por esas mismas fechas, Benito Mussolini acababa de romper con el mismo partido socialista en el que militaba Gramsci y en el que había logrado escalar hasta los más altos sitiales, abandonando la dirección de su revista Avanti y aprontándose a fundar los primeros Fasci italiani di combattimento, antecedente directo del fascismo italiano. Eran crías de la misma fiera.


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Si Gramsci se distancia del putchismo bolchevique no es por razones morales. Es por elemental cálculo político. En la Europa industrializada, con sociedades civiles complejas y articuladas, para hacer la revolución socialista no basta con dar un golpe de Estado, como en Rusia. O como en Venezuela, valgan las diferencias. Hay que conquistar a la sociedad civil. Asunto infinitamente más arduo, difícil y complejo que asaltar el Palacio de Invierno con una tropa de desesperados. O ganar elecciones montados en parafernalias electrónicas y fraudulentas. Del estudio de la naturaleza de la sociedad rusa que conocerá personalmente cuando viva en la Unión Soviética como delegado del PCI en la III Internacional se desprenderá su genial intuición que desarrollará luego en sus Cuaderni del Carcere.* Y de la aplicación de las categorías claves de Estado, Sociedad Civil y Familia con que Hegel desarrolla su anatomía del Estado y del derecho en la sociedad burguesa.** Se trata de su profunda y genial comprensión de la naturaleza de los sistemas de dominación en tanto ecuación hegemónica: consenso (ideas y creencias dominantes) blindado de coerción (represión estatal). O Estado más sociedad civil. Ecuación dominante que recibirá el nombre de hegemonía y que tendrá muy importantes efectos en su proyecto estratégico y táctico. Hasta venir a dar cincuenta años después en el eurocomunismo, la postrera y frustrada ilusión del marxismo europeo antes del naufragio final.

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Pero le toca en el alma la cuestión de Marx y el marxismo. Entonces, en un gesto de independencia y autonomía intelectual y política admirables, reivindica el derecho a una permanente y viva reconstrucción del pensamiento marxista, más allá de toda ortodoxia y toda filosófica religiosidad. Por ello, volviéndose al marxismo oficial no sólo al del revisionismo de la II Internacional sino anticipando el marxismo estaliniano convertido en religión de estado con la III se permite una frase lapidaria que retumba en donde quiera que imperen la estulticia, la regresión intelectual, el vasallaje del espíritu que cree en verdades eternas. Tú sola, estupidez, eres eterna: “Marx no ha escrito un credillo, no es un Mesías que hubiera dejado una ristra de parábolas cargadas de imperativos categóricos, de normas indiscutibles, absolutas, fuera de las categorías del tiempo y del espacio…Marx significa la entrada de la inteligencia en la historia de la humanidad, significa el reino de la consciencia…No es un místico ni un metafísico positivista, es un historiador, un intérprete de los documentos del pasado, pero de todo los documentos, no sólo de una parte de ellos.” Y como tal, perfectamente pasajero y evanescente, como toda realidad histórica.


No sabía cuán identificado estaba con la percepción que Marx tenía de sí propio. En carta que enviara en 1877 a la redacción de la revista rusa Otiechsviennie zapiski protesta enérgicamente contra aquel crítico que ha pretendido “a todo trance convertir mi esbozo histórico sobre los orígenes del capitalismo en la Europa Occidental en una teoría filosófica-histórica sobre la trayectoria general a que se hallan sometidos fatalmente todos los pueblos, cualesquiera sean las circunstancias históricas que en ellos concurran…” Y agrega en ese su clásico estilo lapidario, como pensando en sus más fieles seguidores de hoy: “esto es hacerme demasiado honor y, al mismo tiempo, demasiado escarnio”. Pudo hacer suya la frase que el joven Gramsci escribiría cuarenta años más tarde y dirigirla al marxismo impenitente que aún hoy, en pleno siglo XXI, apuesta a la dictadura del proletariado contra toda consideración histórica objetiva: tú sola, estupidez, eres eterna.

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Pero si Gramsci está fuera de lugar en Miraflores, ¿qué sucede con su contrafigura? Mussolini era ocho años mayor que Gramsci y sus caminos ambos eran importantes dirigentes del Partido Socialista Italiano vinieron a bifurcarse en el curso de la Gran Guerra. Era avasallador, sanguíneo, tumultuoso, lenguaraz, ególatra, extrovertido, teatral, camorrero, impetuoso, prepotente y atrabiliario. Narcisista, presumido y neurótico. Ebrio de poder, enardecido por sus ímpetus regresivos, soez, tramposo, mendaz, esclavo de las multitudes y poseído por un autocratismo fiel a las más ancestrales tradiciones cesaristas romanas. Incapaz de experimentar el más mínimo sentimiento del ridículo. Y de toda auténtica compasión. Un oportunista más allá de toda medida. El propio fascista. Contrariando el clásico epígrafe de la Metro Goldwyn Meyer: "Todo parecido con la realidad de hechos y personajes actuales no es simple coincidencia."


Gramsci, en el otro extremo, fue la desventura, la soledad, la discreción, la introversión, la enfermedad, el sufrimiento. En donde Mussolini se creía la propia beldad imperial romana, Gramsci se sabía feo, contrahecho, minusválido, monstruoso. Azotado por la adversidad y castigado por el destino. Un accidente le fracturó la columna a los tres años de edad, deformándole la espalda y limitando su crecimiento. No llegó a superar el metro y medio de altura. A lo que se sumó la desventura. Cuando tenía nueve años su padre fue injustamente sentenciado a cinco años, 8 meses y 22 días de prisión. Debió pasar ese tiempo, definitorio de su formación como hombre, junto a su madre y sus seis hermanos, en la más espantosa miseria y sumido en la vergüenza. A pesar de lo cual se aferró al estudio, que siguió en la mayor penuria y la más absoluta falta de asistencia. Enfermo, pobre y desvalido. Hasta convertirse en un gran intelectual, en un gran dirigente, en un gran tribuno. En un revolucionario ejemplar.


Mientras las masas aclamaban el nombre de Mussolini por toda Italia, aquellos que compartían la prisión en que aherrojara a Gramsci en Turi ni siquiera podían deletrear su nombre. Lo llamaban Gramasci, Granusci, Grámisci, Gránisci, Gramásci y hasta Garamáscon. Y cuando aquellos que lo conocían de nombre y lo admiraban como diputado y dirigente comunista se enfrentaban por primera vez a su menuda, contrahecha y triste figura, se negaban a aceptar que ese ser frágil, atribulado y desvalido fuera el cíclope que tanto admiraban. Para ellos, Gramsci era un titán, un héroe. No esa derrengada, canija y afligida figura.


Y así de ejemplares fueron las muertes de estos arquetípicos antagonistas. Gramsci, encarcelado, se fue extinguiendo en vida. La apasionada llama espiritual que lo mantuvo hasta la hora postrera con los ojos abiertos y aferrado a su pluma se le escapó del lacerado cuerpo como un hálito de santidad. Para ser reivindicado por la posteridad como un socialista auténtico, un comunista verdadero, un hombre bueno, íntegro, puro y luminoso. Un humanista. Mussolini, en cambio, el caudillo todopoderoso parido por la izquierda socialista italiana y elevado a las alturas de su autocracia fascista, moría colgado cabeza abajo de un farol, descuartizado por el odio y la venganza de las mismas masas que lo veneraran. Despreciado por la posteridad.


La rocambolesca historia de esta desgraciada Venezuela ha querido trastocar los papeles. Un extraño quid pro quo lo pone en el sitial equivocado para servir de legitimación a quien está mucho más cerca de su contrafigura. Por entre los solitarios pasillos de Miraflores pasea el fantasma de Mussolini, no el de Gramsci. Así Antonio Negri pretenda invocarlo para bien de su circunstancial mecenas. Clío, la diosa de la historia, suele hacernos esas malas jugadas.


* Antonio Gramsci, Cuaderni del Carcere, 4 volúmenes, Edizione critica dell’Instituto Gramsci a cura di Valentino Gerratana, Giulio Einaudi editore, Torino, 1975. ** Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrecht und Staatswissenschaft im Grundrisse, 2. Auflage, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1989.

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