La huella de la palma de mi mano es, ante todo, un símbolo de mi individualidad. Con esa huella reivindico mi condición singular e irrepetible; sintetizo en una imagen sencilla y poderosa todo aquello que me hace valioso y merecedor de respeto. Con ella digo: “¡Aquí estoy! ¡Esta es mi marca!”. Sin embargo, cuando el otro hace lo propio y me enseña, a su vez, la palma de su mano, entramos inevitablemente en una dinámica de reconocimiento mutuo. En ese intercambio de imágenes nos recordamos nuestra común condición de individuos humanos. Así, al querer ser reconocido por el otro, inevitablemente debo reconocerlo. El mensaje que juntos construimos en ese diálogo sin palabras nos dice que somos distintos —y únicos— pero, al mismo tiempo, somos iguales. Tal reconocimiento es la base fundamental del gran proyecto ético de nuestra era: la invención de los derechos y de los deberes humanos; derechos y deberes que son, ante todo, de la persona pero que sólo pueden ser garantizados socialmente. La libertad individual, ha dicho alguien, es la más sublime creación colectiva.
II.
La palma de la mano es también símbolo de paz. Cuando enseño mi mano abierta quiero comunicar que nada escondo. Digo que no tengo armas ocultas. Con mi palma saludo: recibo y despido en paz al otro. No lo amenazo con un puño o algún gesto agresivo. No hago signos ofensivos. Simplemente le enseño mi mano. Y cuando muchos enseñamos nuestras manos manifestamos nuestro deseo de convivencia pacífica, nuestra intención de entrar desarmados en un proceso de comprensión y diálogo. Expresamos así nuestro talante democrático, nuestra apertura mental y espiritual, nuestro apego a la vida. ¡Que diferente a golpear con el puño de mi mano la palma de la otra!... Gesto que anticipa enfrentamiento, conflicto y, en el extremo, muerte. Nuestras palmas desnudas prefiguran, en cambio, el entendimiento humanizador.III.
Pero la palma de mi mano significa también un límite. Es un llamado al otro para que no traspase la frontera de mi dignidad. Es, en un sentido amplio, una advertencia para todo aquel que intente usar su poder para imponerme su voluntad. Con mi mano le digo a ese otro —sea persona, organización o gobierno— que no tiene derecho alguno para limitar mi libertad, para negar mi humanidad. Esta es la base de toda rebeldía. Ser rebelde es luchar contra el poder y no intentar tomarlo para transformarlo, como los revolucionarios creen poder hacer. Ser rebelde es defender la dignidad de la persona de carne y hueso —empezando por la de uno mismo— y no la de la humanidad en abstracto. La rebeldía surge, casi siempre de manera inesperada, cuando se abre una brecha entre los valores humanos más profundos y los de un régimen que se dirige “a paso de vencedores” —o a cualquier otro ritmo— hacia un lugar diferente. Mi mano dice entonces al otro, al poderoso o al que intenta serlo: “¡Alto! ¡Ya basta!”.IV.
Por último, una mano con su palma blanqueada apela simbólicamente a la pureza. En nuestro contexto eso significa, fundamentalmente, apostar al rescate de la ética en los asuntos públicos. Son muchos los que se han resignado a la idea de que la política —entendida en su sentido amplio y no solo como actividad partidista— conduce necesariamente a conductas inmorales. Así, de acuerdo a esa perspectiva, la mentira, el engaño, la manipulación o la corrupción serían rasgos inseparables de la política y de los políticos. Esta convicción ha hecho que muchas personas de espíritu puro —especialmente muchos jóvenes— hayan evitado involucrarse en los temas públicos. El resultado práctico de esta convicción es un lamentable círculo vicioso: las personas con menos escrúpulos han encontrado en la actividad política un espacio abierto para su degradante conducta, conducta que ratifica el juicio que de dicha actividad hacen las personas que se inhiben de participar en ella. La mano blanqueada es símbolo de quienes pensamos de otra manera y no asumimos, de manera fatalista, que la política solo puede sacar lo peor de nosotros. Al contrario, la política puede —y debe— ser una de las actividades humanas más nobles. A fin de cuentas ¿no es una actividad enaltecedora de lo humano el dedicar la vida a cuidar del bienestar común? La política sólo será redimida si nos convencemos de que ella es compatible con la verdad, la honestidad, la sinceridad, la honradez. Sólo así ocurrirá que muchas personas decentes, con nuestras manos blanqueadas, corramos el riesgo de participar en la esfera de lo público. V.
En definitiva, la huella que deja una mano pintada de blanco resume la visión de un mundo deseable. Un mundo sin exclusiones, en el cual toda persona sea reconocida en su dignidad, en el que estemos dispuestos a convivir pacíficamente, en el cual nadie posea el poder para dominar a nadie, en el que la decencia ciudadana sea la norma. Esta es la utopía de una sociedad de verdaderos ciudadanos, de una nación de hombres y mujeres con oportunidades para elegir, de un pueblo libre. La huella que deja una mano pintada de blanco es, sin duda alguna, mucho más que un logo.
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