Sin embargo, mucho más que la supremacía económica del Estado, a Hugo Chávez le importa conquistar la hegemonía política, cultural e ideológica, que le permita eternizarse en el poder y fundar un régimen distinto, e incluso opuesto, al orden liberal, a la democracia representativa y al sistema que garantiza las libertades individuales y colectivas en todos los planos de la existencia humana. Quiere pasar a la Historia como una especie de mezcla entre Calvino, Savonarola, Stalin y Mao.
El predominio casi total sobre las instituciones del Estado ya lo posee, incluido el vasto control de la Fuerza Armada. Alcanzada esa meta con la Constituyente, luego de su victoria en el referendo revocatorio y en las elecciones del 3-D, como todo buen autócrata con mentalidad totalitaria, avanza hacia nuevos espacios, esta vez en el terreno social. Define como uno de sus objetivos clave eliminar los sindicatos independientes y sustituirlos por consejos obreros, donde su influencia será determinante, subordinados al Partido Socialista Unido; este paso resulta básico tras la búsqueda de la destrucción de todas las organizaciones autónomas de la sociedad civil y la eliminación del tejido que sirve de intermediación entre el Estado y la sociedad. Se plantea conquistar la hegemonía comunicacional, para lo cual le inyecta ingentes recursos a Venezolana de Televisión, crea Telesur, fortalece Vive TV, se adueña de una amplia red de emisoras radiales en todo el país y, lo más importante, le asesta un mazazo a RCTV, el canal más visto y con mayor cobertura nacional. También se propone la reforma educativa para instaurar la educación socialista desde el ciclo básico hasta el ciclo diversificado y, de este modo, facilitar la tarea de adulterar la historia patria con el fin lavarle el rostro a la guerrilla de los años 60, enaltecer los cuartelazos del 4 de febrero y del 27 de noviembre, ambos en 1992, e inflar su imagen de caudillo alimentando el culto a su personalidad.
Las incursiones más recientes la efectúa en el campo de la vida personal, donde siente especial predilección por determinar cuál debe ser el gusto de las mujeres: ¿qué es eso que las féminas estén usando tinte para el cabello, si él las prefiere con su pelo natural?, ¿por qué van a usar “hilo dental” si esta prenda es tan inmoral? Tampoco le gusta que la gente tome güisqui o fume. ¡Vaya atribuciones que el hombre se ha tomado! No existe nada humano o divino sobre lo cual no tenga la última palabra.
El propósito de regimentar la vida humana hasta en sus más inocuos rasgos, constituye una característica intrínseca de todos los sistemas totalitarios, sean éstos de derecha o de izquierda. Aquí el representante del novísimo socialismo del siglo XXI sigue una antiquísima tradición del pensamiento utópico milenarista y de los sistemas totalitarios, que se remonta al Platón de La República y Las Leyes, y al esquema militarista y monolítico prevaleciente en Esparta. Más tres mil años tienen los utopistas intentando diseñar hegemonías que buscan el aparente e inocente fin de que el género humano sea mejor, no que viva mejor (que es otra cosa muy distinta).
Desde el surgimiento del capitalismo y la modernidad numerosos son los intentos para que el Hombre sea perfecto, desaparezca la desigualdad y la pobreza, y se alcance el Paraíso en la Tierra. En esa búsqueda de la perfección se han empeñado desde los comunistas hasta personajes que se colocan en las antípodas de esta doctrina. Uno de los experimentos más famosos, y tenebrosos, se da en la Ginebra de Calvino, por allá en el siglo XVII. El ascetismo protestante, tan exquisitamente tratado por Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, es exacerbado y llevado hasta el límite por Juan Calvino –junto a Lutero, líder de la Reforma-. En la Ginebra calvinista el rigor era tan marcial que sus habitantes sólo podían vivir para adorar a Dios y trabajar, las relaciones carnales únicamente se admitían si eran practicadas con el noble propósito de procrear, el licor estaba execrado y se prohibía oír música. No hablemos del adulterio, la infidelidad o cualesquiera de esas infracciones contempladas en los severos códigos morales vigentes.
En esta misma onda mojigata anda la revolución bolivariana. Construye su hegemonía a partir de un discurso moralista y tramposo que oculta la doble (o triple) moral de sus dirigentes.
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