Sabiduría no es precisamente la primera palabra que viene a la mente del venezolano que expresa su frustración cuando va al abasto o al supermercado y recorre varios anaqueles decorados con criterio de escasez; especialmente en aquellos donde debería haber huevos, azúcar, leche, quesos y carne, es difícil conservar una mirada generosa.
Ese estilo austero, de mar de la felicidad, no lo asimila bien el venezolano medio que, según el gobierno, ahora tiene más billete en el bolsillo y que creyéndose hijo de un país rico (cuyo gobierno inundado en petrodólares hasta los tiene para regalar), ahora se cree en el derecho de comer no tres, sino hasta cuatro veces al día (algunos ya recomiendan hacerlo cinco veces, pero de a poquito).
Así no se puede ser serio. El asunto es tema de burla en las esquinas. Existe en la opinión pública la generalizada percepción de que algo huele mal. Esto a pesar de las abundantes explicaciones, pues los economistas han desarrollado toda una disciplina para estudiar el fenómeno de la escasez. Para algunos, la economía misma no es otra cosa que la explicación de cómo conjugar la presión de las necesidades crecientes con la realidad de unos recursos siempre limitados.
Pero en el país, lo único creciente son los controles y un Estado cada vez más ilimitado. En el laboratorio del socialismo del siglo XXI los últimos ensayos han servido para demostrar, al menos en la percepción general, que un Estado puede tener plata, pero que eso no garantiza la abundancia, si además de competir con la economía privada, el gobierno la reprime y la somete a leyes que criminalizan la dinámica del mercado, el resultado es la escasez.
La opinión pública tiene razones de sobra para manifestar su confusión. El gobierno rico gracias a los elevados precios de los hidrocarburos, ahora resulta que destina más de su dinero en comprar petróleo al exterior que en reinvertir sus réditos en la sociedad. Porque aún teniendo mucho en el subsuelo, PDVSA ya no es capaz de producir lo suficiente para cubrir la demanda de sus clientes. Y eso que ellos sí no tienen a nadie que los controle. Una nueva paradoja de la abundancia digna de estudio.
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