miércoles, octubre 25, 2006

Paula Giraud: MIS RECUERDOS DE MIGUEL OTERO SILVA

El 7 de octubre de 1976, siendo yo una novata estudiante de Comunicación Social de la UCV, la Cátedra de Periodismo Informativo me asignó la importantísima tarea de entrevistar a Miguel Otero Silva, con motivo de su 68 cumpleaños, el 26 de octubre de hace 30 años. Ese encuentro con quien fuera para ese momento —conjuntamente con Rómulo Gallegos— mi escritor favorito por su novela Casas muertas, me marcó positivamente en la manera de valorar aún más a la Generación del 28, conformada por venezolanos brillantes desde el punto de vista intelectual y político. ¡Cuánto talento y cuánta decencia hubo en esta generación!
Miguel Otero Silva, a los 19 años, participó en la insurrección estudiantil antigomecista del 7 de abril de 1928 y también tomó las armas en 1929 para asaltar el fuerte de Willenstad, en Curazao, junto con Gustavo Machado y Rafael Simón Urbina. En 1930, se alistó en las filas del PCV. A la muerte de Juan Vicente Gómez, en 1935, regresó a Venezuela y se dedicó a escribir en el diario Ahora, tribuna desde la cual criticaba al gobierno de Eleazar López Contreras. Luego, en 1937, es acusado de comunista y expulsado del país, conjuntamente con un numeroso grupo de intelectuales de la época.
Recuerdo con mucho afecto esa entrevista, a las 11:30 de la mañana, en su residencia de Sebucán. Una casa muy grande, que a primera impresión confunde por su distribución un tanto complicada. El primer amor en nuestras vidas y la primera entrevista de un periodista jamás se olvida. A Miguel Otero Silva no le agradaban las entrevistas en público, lo que demostraba en esencia que era un hombre tímido pero con una personalidad alegre y jocosa. Me pareció sumamente sencillo, a quien no le importaba auto criticarse: “los únicos estudios universitarios que hice fueron los de ingeniería, bastante mal llevados, y luego los de periodismo, dentro de una promoción que fue bautizada justicieramente como la Promoción Pirata”
En ese jocoso e histórico día, Otero Silva me recibió en su biblioteca-habitación con muchos papeles y libros alrededor. Estaba vestido informalmente con pantalón color caqui y camisa blanca manga corta. Llevaba puesto un reloj de esfera redonda y correa de cuero marrón oscuro. Había una mecedora. La luz era cálida y acogedora. Había una lamparita de mesa prendida en algún rincón de la biblioteca. Compartimos una fresca limonada. Mi “puente” estudiantil-periodístico había sido Eleazar Díaz Rangel.
Me contó Otero Silva en aquella asoleada mañana: “Antes había cursado un bachillerato trashumante en varios liceos diferentes. Uno de ellos de curas salesianos y otro dirigido por un católico fanático que nos levantaba a medianoche para rezar el Vía Crucis de rodillas.”
Luego enfatizaba y alertaba como entrevistado: “No soy ensayista, ni crítico de obras literarias, mucho menos de las mías propias, así que no me dispares preguntas acerca de la técnica literaria o de las escuelas literarias”.
"Padilla, fue el nombre que usé en la clandestinidad...", me dijo cuando abordé el aspecto político.
El Otero Silva que conocí manifestaba una personalidad reposada. En aquella mañana de octubre de 1976, a 19 días de su 68 cumpleaños, me dijo que esperaba celebrarlos con una gran torta de fresa. Se quedaba callado por unos instantes, para luego compartir pinceladas de sus pequeños secretos y mis modestos planteamientos.
—¿Qué lugar ha ocupado en su vida el aspecto político?
—La política en mi vida ha ocupado un lugar circunstancial. Los momentos que viví, como todos los de mi generación, me hicieron participar en la insurrección del 7 de abril del 28 y posteriormente en la toma del Fuerte de Willemstad.
—¿Entre ser escritor y periodista, cuál de estas dos actividades le ha traído más satisfacciones?
—En mi cabeza nunca, nunca, he podido hacer diferencia entre el escritor y el periodista. Cuando he trabajado como periodista, no olvido mi condición de escritor y cuando escribo una novela no aparto de un lado mis mañas de periodista. Las criticas que se me han hecho por esta dualidad, por el contrario me dan complacencia. La profesión de periodista me ha valido para ganarme la vida durante tantos años.
—¿Qué personaje le hubiera gustado entrevistar?
Se quedó callado como meditando y respondió: “A Mao Tse Sung en un día muy claro, a plena luz y a Sofía Loren en una habitación y a media luz" expresó jocosamente.
—¿Cuál personaje de sus novelas recuerda con más cariño?
—A Carmen Rosa, quien profesaba una moral basada en la creencia de que el amor y la sinceridad estaba por encima de todas las cosas. Realmente este personaje lo recuerdo con especial cariño.
En ese momento Otero Silva me transportó por las fantasmales y polvorientas calles de Ortiz. Nos sentimos ambos identificados con Carmen Rosa. Saqué de mi morral estudiantil mi ejemplar de Casas muertas, trajinado desde que era una niña de 13 años y abrí el capítulo II, La Rosa de los Llanos, y con emoción compartida leímos juntos: “Aquella noche Carmen Rosa permaneció muchas horas inmóvil, a la luz de la lámpara que doña Carmelita había traído consigo. Las sombras borraron el color de las flores y el perfil de las matas, destacándose solas contra el cielo las ruinas de la casa vecina. Había sido una casa de dos pisos y las vigas rotas del alto apuntaban por sobre de las ramas de los árboles como extrañas quillas de barcos náufragos. Una casa muerta, entre mil casas muertas, mascullando el mensaje desesperado de una época desaparecida... Carmen Rosa había prestado siempre más atención que nadie a aquellas historias de un ayer alucinante. Cuando niña no empleó su imaginación en crear un mundo donde las muñecas son seres vivos, la tortuguita un ogro y el arrendajo un príncipe que espanta a las brujas con su canción. Eso quedaba para su hermana Marta, que se ponía a llorar cuando a Titina, la muñeca, le daba calentura. Pero Carmen Rosa Prefería reconstruir a Ortiz, levantar los muros derruidos, resucitar a los muertos, poblar las casas deshabitadas y celebrar grandes bailes en «La Nuñera», con orquesta de siete músicos y farolitos de papel pintado....”
Otero Silva era un hombre de una inmensa sencillez y reposada actitud. A pesar de que yo era una estudiante de periodismo, se sintió halagado por mi sincera predilección por Casas Muertas y los personajes de esa novela. La diferencia de casi medio siglo entre ambos, no evitó que nos sintiéramos cómodos. A pesar de mi corta edad, su imponente y famosa presencia no me intimidaba. Estaba complacida inmensamente de conversar con uno de los personajes más connotados de la famosa Generación del 28 y uno de mis escritores favoritos.
—¿De no haber sido ni periodista, ni escritor, qué le hubiera gustado ser?
—Me hubiera gustado ser jugador de béisbol, un cuarto bate.
Aquella mañana conversamos de lo cotidiano y lo intrascendente, de la Escuela de Comunicación Social de la UCV, de sus “conspiraciones” y persecuciones políticas en los tiempos de Juan Vicente Gómez y Eleazar López Contreras, a cuyo gobierno calificó de socarrón.
Hablamos también del estadista merideño Alberto Adriani, ex ministro de Agricultura y Hacienda en 1936. La razón por la que conversamos sobre él es porque mi segundo apellido es Adriani. Le dije a MOS que mi abuela Carmen Adriani, siempre decía que a Alberto Adriani lo habían envenenado en el Hotel Majestic, que la “envidia política” que hubo hacia él en 1936 pudo ser la razón de que muriera apenas a los 38 años de edad en una habitación del famoso hotel de la época y que de haber vivido más años hubiera podido ser Presidente de la República. Ante mi planteamiento, MOS dijo: “Lo que me dices fue una de las versiones que se comentó en los bastidores políticos de 1936”.
Las fronteras de nuestras generaciones se cruzaron desde que nos vimos. Y mi empatìa con las luchas y sueños por razones familiares con la Generación del 28, nos hizo sentir muy cómodos.
Tuvo la cálida gentileza de despedirme hasta el porche de su casa de Sebucán. Me despidió con un apretón de manos y un beso en la mejilla. Treinta años después tengo a Miguel Otero Silva muy claro en mi memoria. Lo veo ubicado en su confortable y cálida biblioteca-habitación, con su pantalón de caqui y camisa blanca. Recuerdo, como ayer, mi sensación de sentirme “extraviada” en los primeros momentos cuando llegué a su residencia y una amable señora me abrió la puerta y me acompañó hasta la segunda planta de la casa, que me pareció arquitectónicamente un poco complicada en su distribución, pero igualmente muy bonita y confortable. ¡Qué personaje tan increíble y simpático! A pesar de su jocosa timidez fue el recordado creador del personaje de Carmen Rosa, quien estaba muy triste porque “Esa mañana enterraron a Sebastián. El padre Pernía, que tanto afecto le profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar al Obispo, y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones. Un entierro no era un acontecimiento inusitado en Ortiz... Por el contrario, ya el tanto arrastrarse de las alpargatas había extinguido definitivamente la hierba del camino que conducía al cementerio y los perros seguían con rutinaria mansedumbre a quienes cargaban la urna o les precedían señalando la ruta mil veces transitada. Pero había muerto Sebastián, cuya presencia fue un brioso pregón de vida en aquella aldea de muertos, y todos comprendían que su caída significaba la rendición plenaria del pueblo entero.”
Capítulo I, El Entierro, Casas Muertas)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy refrescante la crónica de la colega Giraud sobre Otero Silva. Se inscribe en esta gran necesidad que tenemos de no perder la memoria como colectivo. Y los periodistas, como testigos privilegiados de la historia, tenemos una responsabilidad para dejar constancia de nuestras vivencias, ya que ellas pueden contribuir a superar esta amnesia parcial que a veces nos ataca.