Hace algunas semanas Nicolás Sarkozy, ministro del Interior francés y uno de los principales candidatos a las presidenciales del próximo año, ofreció una larga entrevista (Le Figaro, 01/09/06) en la que afirma que la democracia es el sistema de las alternativas y que la izquierda y la derecha no deben temer de mostrar al electorado sus diferencias. El líder de la Union pour un Mouvement Populaire se reivindica como uno de quienes han contribuido a librar de sus complejos a la derecha francesa, y no oculta, desde luego, su simpatía por el liberalismo económico y el fomento a la creación de riqueza. No por ello, sin embargo, deja de recriminar la perversa retórica de quienes sólo hablan de las desigualdades sin reducirlas.
El ministro francés defiende algunas posturas clásicas de la derecha: la recompensa al trabajo, el reconocimiento al mérito, el equilibrio de las finanzas del Estado, políticas de seguridad más estrictas, una mayor atención a la calidad, costo y número de funcionarios en el sector público, etc. Pero no recurre a la ambigüedad ni huye de la polémica. Reclama, por el contrario, un debate electoral sobre temas espinosos (como la inmigración) y no pierde ocasión para resaltar la importancia de la discusión de ideas. “Si los temas más relevantes no son discutidos durante una campaña presidencial -advierte Sarkozy- no lo serán nunca”. Fuera del fragor electoral podrían, seguramente, discutirse con mayor mesura y profundidad, pero jamás convertirse en un verdadero debate nacional en el que los electores estén posibilitados de otorgar un mandato.
Sarkozy habla de “ruptura” en un país donde los cambios son permanentemente bloqueados (lo que no representa ninguna paradojas en un país con una larga tradición de revoluciones frustradas). Pero aboga por el consenso, y he ahí lo importante. Conviene en democracia que la necesidad y pertinencia de determinados cambios sea una convicción entre sectores sociales no sólo vastos, sino también diversos. Otra cosa es abandonar el espíritu democrático, adosándose peligrosamente a formas de despotismo, con sus cargas de intolerancia e inestabilidad (añadiendo nuevos problemas a la carencia de soluciones). La construcción de consensos, sin embargo, es una tarea compleja. Titánica, en ocasiones. Más aún cuando las ideas que privan políticamente se apartan o excluyen las convicciones propias. A veces obsesionados por no encontrarse en una posición minoritaria, los políticos se sienten estimulados a callar puntos de vista controvertidos y hacen suyo el discurso dominante.
Se olvida con frecuencia, en estos casos, que la política es un oficio, y no sólo recompensa la astucia, sino también la audacia y la tenacidad. En ese sentido, el arte de la política no sólo supone expresar ideas populares, sino sobre todo popularizar ideas. No hay ningún cambio profundo que no comience con una manera distinta de ver las cosas. Y cuando se requieren grandes transformaciones, como nunca el trabajo del político es convencer y movilizar. “Quiero darle la espalda a la política que explica que aquello que es necesario es imposible”, dice Sarkozy. Se dirige a los franceses desde la derecha, pero su mensaje sin duda cala más allá.
No obstante, más que sobre las tribulaciones que aquejan a la patria de Victor Hugo y Montesquieu, la entrevista a Sarkozy me ha hecho pensar en el caso de Venezuela. Frente al panorama desolador de las ideas políticas de quienes hoy gobiernan, la retórica circense y las vueltas en círculos alrededor de nuestros propios errores históricos, no sólo se echa de menos un auténtico debate nacional sobre una visión moderna del país, sino también el talento político capaz de promoverlo. Como en la Francia de Sarkozy, los venezolanos estamos bloqueados, pero carentes de un proyecto político que encarne sin complejos la posibilidad de una transformación profunda y verdadera, más allá de nuestros tradicionales mitos y fetiches. No en vano, cuando la frustración y el desengaño acaben con el proyecto bolivariano, tendremos aún pendiente la tarea de construir un futuro. Las crisis son oportunidades, pero requieren coraje, audacia, ingenio. Tal vez, debajo de la nieve ya crezca la hierba. Los vacíos políticos se van generando y requiere ser llenado. No por sectores económicos o intelectuales, sino por políticos que hagan política; por una derecha que en este momento –y quizás más que antes- no sólo es posible sino también necesaria.
El ministro francés defiende algunas posturas clásicas de la derecha: la recompensa al trabajo, el reconocimiento al mérito, el equilibrio de las finanzas del Estado, políticas de seguridad más estrictas, una mayor atención a la calidad, costo y número de funcionarios en el sector público, etc. Pero no recurre a la ambigüedad ni huye de la polémica. Reclama, por el contrario, un debate electoral sobre temas espinosos (como la inmigración) y no pierde ocasión para resaltar la importancia de la discusión de ideas. “Si los temas más relevantes no son discutidos durante una campaña presidencial -advierte Sarkozy- no lo serán nunca”. Fuera del fragor electoral podrían, seguramente, discutirse con mayor mesura y profundidad, pero jamás convertirse en un verdadero debate nacional en el que los electores estén posibilitados de otorgar un mandato.
Sarkozy habla de “ruptura” en un país donde los cambios son permanentemente bloqueados (lo que no representa ninguna paradojas en un país con una larga tradición de revoluciones frustradas). Pero aboga por el consenso, y he ahí lo importante. Conviene en democracia que la necesidad y pertinencia de determinados cambios sea una convicción entre sectores sociales no sólo vastos, sino también diversos. Otra cosa es abandonar el espíritu democrático, adosándose peligrosamente a formas de despotismo, con sus cargas de intolerancia e inestabilidad (añadiendo nuevos problemas a la carencia de soluciones). La construcción de consensos, sin embargo, es una tarea compleja. Titánica, en ocasiones. Más aún cuando las ideas que privan políticamente se apartan o excluyen las convicciones propias. A veces obsesionados por no encontrarse en una posición minoritaria, los políticos se sienten estimulados a callar puntos de vista controvertidos y hacen suyo el discurso dominante.
Se olvida con frecuencia, en estos casos, que la política es un oficio, y no sólo recompensa la astucia, sino también la audacia y la tenacidad. En ese sentido, el arte de la política no sólo supone expresar ideas populares, sino sobre todo popularizar ideas. No hay ningún cambio profundo que no comience con una manera distinta de ver las cosas. Y cuando se requieren grandes transformaciones, como nunca el trabajo del político es convencer y movilizar. “Quiero darle la espalda a la política que explica que aquello que es necesario es imposible”, dice Sarkozy. Se dirige a los franceses desde la derecha, pero su mensaje sin duda cala más allá.
No obstante, más que sobre las tribulaciones que aquejan a la patria de Victor Hugo y Montesquieu, la entrevista a Sarkozy me ha hecho pensar en el caso de Venezuela. Frente al panorama desolador de las ideas políticas de quienes hoy gobiernan, la retórica circense y las vueltas en círculos alrededor de nuestros propios errores históricos, no sólo se echa de menos un auténtico debate nacional sobre una visión moderna del país, sino también el talento político capaz de promoverlo. Como en la Francia de Sarkozy, los venezolanos estamos bloqueados, pero carentes de un proyecto político que encarne sin complejos la posibilidad de una transformación profunda y verdadera, más allá de nuestros tradicionales mitos y fetiches. No en vano, cuando la frustración y el desengaño acaben con el proyecto bolivariano, tendremos aún pendiente la tarea de construir un futuro. Las crisis son oportunidades, pero requieren coraje, audacia, ingenio. Tal vez, debajo de la nieve ya crezca la hierba. Los vacíos políticos se van generando y requiere ser llenado. No por sectores económicos o intelectuales, sino por políticos que hagan política; por una derecha que en este momento –y quizás más que antes- no sólo es posible sino también necesaria.
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