sábado, abril 14, 2007

Rosa Estaba: ¡QUE DIOS NOS AGARRE CONFESADOS! (y 2)

La nueva geometría del poder y explosión del poder comunal

Iniciando el segundo sexenio revolucionario, en enero de 2007, se intenta dominar la sociedad y su territorio abiertamente e irrespetando su racionalidad. Ello se expresa en el mapa de Venezuela a bosquejar con base en el cuarto y el quinto motores de la revolución: la nueva geometría del poder para el reordenamiento socialista de la geopolítica de la nación y la explosión del poder comunal que materializaría la democracia protagónica, revolucionaria y socialista.

El mapa político desdeñaría gentilicios que en cada una de las entidades federales —a la par del venezolano— han ido madurando, durante siglos e independientemente de las migraciones internas. Además de la inconveniente reducción de municipios y parroquias, se inventarán, por la sumatoria de entidades federales, ciertas regiones —o ejes de desarrollo— sometidas bajo el gobierno de sendos vice-presidentes territoriales. Estos, a su vez, designados por el Ejecutivo o, en el mejor de los casos, a través de comicios electorales. Bajo la égida de estas regiones se armaría el mapa del sistema urbano, dependiendo del incierto curso que vaya tomando el desarrollo, asociación, federación y confederación de los Consejos Comunales, ya sea en ciudades existentes y preferiblemente en territorios donde habría que vencer las mayores adversidades.

Esta estrategia territorial, asomada desde la campaña electoral de 1998 y ensayada a lo largo de los años siguientes, repite experiencias que parten de la premisa que —al concebir territorio como una figura geométrica vacía de historia— ignora las fuerzas de localización que explican la existencia objetiva y remota de los ámbitos territoriales. Los mismos que los actores sociales han venido edificando y haciendo suyos, al calor de nuestro más importante recurso para el progreso y evolución del país: nuestra arraigada y civilizadora red urbano-regional. La estructura territorial (más inerte que dinámica) de la red —encabezada por nuestra principal metrópoli— tiene raíces tan antiguas como la misma formación de gentilicios y una armazón en su origen trazada durante los tiempos de conquista y colonización españolas. Desde los años cuarenta del siglo XX, ha sido motorizada y signada por el modelo de sustitución de importaciones, de desarrollo endógeno o de “economía de puertos”, agotado desde los años 80.

Se pretende transformar una estructura ignorando su peso y negando una apertura a los mercados y la globalización. Una apertura que permita aprovechar las bondades de las economías de aglomeración y de las experiencias ganadas en descentralización e integración sub-regional para atraer inversiones y multiplicar empleos productivos. Contrariando las nuevas tendencias, se persiste en el mismo modelo de desarrollo que, por su carácter rentista, centralista y proteccionista de las importaciones de manufacturas, nos ha eximido de la necesidad de crear una economía no petrolera robusta y competitiva, y ha obstaculizado la aspiración de avanzar desde el litoral caribeño hacia la ocupación plena del territorio nacional.
Además de la expansión y posterior desbordamiento del hoy Distrito Metropolitano de Caracas, escasamente ha permitido el florecimiento de unas redes de ciudades y poblados. Destacan algunos focos urbanos de crecimiento que poco a poco ganaron capacidad para —más allá de administrar, exportar y competir con los factores centralizados— arrebatarles poder y con mayor fuerza después del despegue de la descentralización.

Se sobrestima el músculo financiero conferido por los extraordinarios ingresos petroleros y con una visión bucólica y anti-urbana más deformada que en el pasado, se esparcen esfuerzos y recursos difusa e improductivamente a lo largo y ancho del territorio. Es una lucha contra corrientes que se traduce en el descuido de las obras públicas necesarias para vigorizar la red urbano-regional, evitar su colapso y transformarlo en la gran fuerza rectora capaz de guiar los destinos del país y de impulsar su desarrollo en compañía de los gobiernos regionales y locales racionalmente consolidados.
Dos ejemplos ilustrativos: 1) el Presidente reitera su queja ante el fracaso de quienes lo acompañan en su administración, sin imaginar que no es un problema de individuos ni de recursos, sino una suerte de concepciones superadas por la descentralización creadora y facilitadora de oportunidades; y 2) sin mencionar cualquiera de los otros focos de crecimiento urbano, nos convencen de que —gracias a su condición de ciudad superpoblada: cuatro millones de habitantes— Caracas se convierte en una urbe caótica e ingobernable. Esto sin compararla con Nueva York, una de las ciudades más pobladas del planeta, ubicada en el corazón de una extensa área metropolitana y que maneja a cabalidad sus 8,3 millones de habitantes. O bien con Bogotá, la capital de un país subdesarrollado y en guerra que con sus 6,5 millones de habitantes brilla por su esplendor.

Estamos ante un laboratorio que puede ser muy peligroso, porque, a la vez que juega a la demolición de nuestra democracia, cada día se torna en un reproductor de miseria. Las tendencias mundiales insisten en que con la adopción de premisas y modelos comprobadamente agotados, inevitablemente se desemboca en controles inicuos y con resultados contrarios a los perseguidos. Más grave aún: la fórmula entremezcla políticas de mercado con sistemas de producción precapitalistas, que en vez de complementar al capitalismo procuran sustituirlo.

Compartimos las dudas del presidente. Sin contabilizar la fuerza que han de tener las posibles cohesiones socio-territoriales comunitarias, parroquiales o municipales, ni el plausible poder ganado por las gobernaciones y los municipios a raíz de la descentralización, la estrategia territorial atenta contra los principios democratizadores e intereses justicieros inherentes a los zulianos, a los monaguenses, a los neoespartanos, a los guariqueños, a los tachirenses o a cualquier compatriota de Venezuela identificado con su entidad federal. Es, además, inviable una gesta cuyo éxito pende de una renta petrolera que, como en el pasado, se despilfarra y se usa indebidamente, para volver a tornarse deficitaria y en generadora más miseria y descontentos.

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