Hollywood suele ser injusto con sus mejores creadores. Sólo en la última entrega del Oscar —en marzo de este año— la Academia le otorgó a Robert Altman un reconocimiento por su extensa trayectoria y sus aportes al cine estadounidense. Nunca premió un film suyo. En cambio, el festival de Cannes, el de Venecia, el Círculo de Críticos de Nueva York, la Sociedad Fílmica del Lincoln Center, la Academia Británica y otras instituciones internacionales se rindieron ante sus trabajos llenos de irreverencia, audacia e independencia. Premiaron sus películas, lo homenajearon, le dieron el tratamiento de "autor" en vez de considerarlo un mero director al servicio de la industria. Murió el 20 de noviembre, a los 81 años, víctima de un cancer que lo acompañó durante los últimos 18 meses, lo cual no le impidió que estrenara este verano A prairie home companion y que se preparara para comenzar a filmar —en febrero de 2007— su nueva película.
Con más de treinta largometrajes en sus espaldas, Altman se paseó por casi todos los géneros cinematográficos —comedia, tragedia, western, policial, romance, biografía, musical, aventura, melodrama, sátira política, cine dentro del cine— y trabajó tanto con grandes elencos como con actores desconocidos.
Obras tan disímiles y sugerentes como la comedia M*A*S*H, el drama social del oeste MacCabe y la señora Miller, la sátira Ladrones como nosotros, el policial El largo adiós, la biografía Vincent y Theo, el homenaje al cómic Popeye, el drama inglés Gosford Park, el film coral Short Cuts, la revisión histórica Buffalo Bill y los indios, la irónica Prêt à porter, la doblemente irònica The player, la también coral La boda, la desconcertante Quinteto y el drama femenino Tres mujeres, entre muchas otras, conforman uno de los legados más sólidos que realizador alguno ha dejado a la cultura de su país. Porque a Altman sólo le interesó hacer cine norteamericano, con sus valores y conflictos y con un humanismo poco usual.
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