La frase con que Alberto Barrera Tyszka cierra su segunda novela —La enfermedad, Anagrama, Barcelona, 2006, Premio Herralde de Novela— resume y encierra el misterio de un relato complejo en sus significaciones aunque sencillo en su formulación, casi sin adjetivos, que practica una limpia economía narrativa. Una oración que remite al afecto, a la necesidad de una comunicación íntima, a la incertidumbre de lo que no podemos controlar pero que sabemos inevitable. Un diálogo final que se sumerge en la ciénaga de la muerte desde la perspectiva de la conciencia y que da la última puntada en un tejido textual que se envuelve en sí mismo. Novela notable, sólida, redonda, de pocos personajes y gran fuerza expresiva.
El poeta y narrador caraqueño —también libretista de televisión— construye su historia sobre la base de dos personajes principales y una situación dramática —un médico descubre el cáncer que padece su padre— que revelan la dimensión de la enfermedad como estación última de la vida, de una parte, y como conflicto instintivo de la condición humana. Andrés Miranda — el médico— percibe y padece la manera como el mal paterno se manifiesta y transforma sus relaciones. Contraviniendo lo que le indica su ética profesional, no se atreve a confesarle la verdad a Javier Miranda —su padre— pero sí se siente impulsado a iniciar el breve pero intenso viaje íntimo entre ambos para descubrir secretos y confirmar sospechas. De hecho, padre e hijo emprenden un viaje físico que marca el fin de una etapa.
En un segundo plano surgen otros dos personajes que si bien no tienen el mismo nivel de desarrollo de los anteriores ofrecen un profundo conocimiento de sus personalidades y necesidades. Ernesto Durán asegura que está enfermo, a pesar de lo que indican los exámenes clínicos, y está convencido que sólo Andrés Miranda puede tratarlo, aunque éste no se encuentre en condiciones de seguir su juego hipocondríaco. Un poco más allá, resguardada tras el monitor de una computadora, se encuentra Karina, secretaria del médico, dispuesta a ayudar a un enfermo de la mejor manera que puede sin dejar de involucrarse en esa otra vida. Durán y Karina son, también, víctimas de una necesidad de comunicación impostergable que los conduce a salirse de sus moldes. Los cuatro personajes conforman un cuadro humano diverso y particular a la vez, trabajado de manera minimalista donde no hay desperdicio ni volteretas semánticas.
La enfermedad goza de un nivel de elaboración más complejo y a la vez prolijo que el evidenciado en la primera novela de Barrera Tyszka —También el corazón es un descuido Plaza & Janés, México, 2001— que prefiguró un tipo de narrativa fundamentada en la toma de conciencia ante una situación conflictiva e ineludible, a través del personaje insólito de Santiago Fernández, quien amparado en su condición de periodista angustiado exorciza sus demonios hasta convertirlos en fantasmas. En el caso de la ganadora del premio Herralde de Narrativa —otorgado unánimemente por un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets, Enrique Vila-Matas y el editor Jorge Herralde— se halla una escritura más madura, serena y profunda que conmueve en su intensidad y atrapa en sus implicaciones. Por eso, la frase que cierra el texto es reveladora de un afecto herido, de una incomprensión compartida y de una continuidad que es sanguínea y emotiva.
En un segundo plano surgen otros dos personajes que si bien no tienen el mismo nivel de desarrollo de los anteriores ofrecen un profundo conocimiento de sus personalidades y necesidades. Ernesto Durán asegura que está enfermo, a pesar de lo que indican los exámenes clínicos, y está convencido que sólo Andrés Miranda puede tratarlo, aunque éste no se encuentre en condiciones de seguir su juego hipocondríaco. Un poco más allá, resguardada tras el monitor de una computadora, se encuentra Karina, secretaria del médico, dispuesta a ayudar a un enfermo de la mejor manera que puede sin dejar de involucrarse en esa otra vida. Durán y Karina son, también, víctimas de una necesidad de comunicación impostergable que los conduce a salirse de sus moldes. Los cuatro personajes conforman un cuadro humano diverso y particular a la vez, trabajado de manera minimalista donde no hay desperdicio ni volteretas semánticas.
La enfermedad goza de un nivel de elaboración más complejo y a la vez prolijo que el evidenciado en la primera novela de Barrera Tyszka —También el corazón es un descuido Plaza & Janés, México, 2001— que prefiguró un tipo de narrativa fundamentada en la toma de conciencia ante una situación conflictiva e ineludible, a través del personaje insólito de Santiago Fernández, quien amparado en su condición de periodista angustiado exorciza sus demonios hasta convertirlos en fantasmas. En el caso de la ganadora del premio Herralde de Narrativa —otorgado unánimemente por un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets, Enrique Vila-Matas y el editor Jorge Herralde— se halla una escritura más madura, serena y profunda que conmueve en su intensidad y atrapa en sus implicaciones. Por eso, la frase que cierra el texto es reveladora de un afecto herido, de una incomprensión compartida y de una continuidad que es sanguínea y emotiva.
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