El hombre es un lobo para el hombre.
(Asinaria, II, 4, 88)
(Asinaria, II, 4, 88)
Para muchísima gente la palabra sombra no evoca más que aquella que todo cuerpo sólido proyecta al situarse frente a la luz. Para Carl Gustav Jung y su psicología de las profundidades representa uno de los arquetipos de la psiquis humana. En él estarían contenidos los deseos que, más débiles y menos adaptados, permanecen fuera de la consciencia, constituyendo así lo que se conoce como subconsciente individual. En términos generales podríamos decir que en la sombra “se encuentra lo que es reprimido por la persona porque ella lo considera como negativo, pero también aquello que es despreciado porque lo considera sin valor respecto a su individualidad.” Y, claro está, hay también una sombra colectiva.
El tema es arduo y no puede ser reducido a las dimensiones de este artículo. Sin embargo, para aquellos interesados en adentrarse en los vericuetos —no siempre agradables— del psiquismo humano, saber de su existencia es una condición sine qua non.
Conocer la propia sombra es, según Jung, una tarea que demanda paciencia y coraje. Conocerla significa desnudar ante nuestros propios ojos aquello que celosamente nos ocultamos y ocultamos a los demás. La envidia, el egotismo, el odio, los celos, todos los sentimientos considerados moralmente inconvenientes son “archivados” en ese espacio más allá de la consciencia y, por irresueltos, constituyen un fuerte y permanente drenaje de energía. En los sueños ese arquetipo aparecerá siempre como del mismo sexo del soñante y asumirá actitudes que, en la vigilia, nos horrorizarían. O podrá, según el caso, mostrarnos aptitudes positivas que, por razones socialmente inconvenientes, no nos atrevemos a asumir: un flamante abogado hubiera tenido excelentes posibilidades como poeta o músico, pero, adiestrado por otros intereses externos a su verdadera esencia, habrá dejado en la sombra toda su creatividad.
Cuando a Jung se le preguntó si habría Segunda Guerra Mundial, contestó: “Depende de cuántas personas sean capaces de conciliar sus opuestos, de contactar su sombras”. Pues si la sombra individual proyecta sobre el otro todo aquello que la personalidad consciente se niega a aceptar como propio, la sombra colectiva no hace menos; en ese momento y para los alemanes del hitlerismo, la sombra colectiva estaba representada por los judíos.
Esa mala costumbre tan humana de proyectar afuera lo que llevamos dentro es, pues, vieja y dura de roer. En Estados Unidos, por ejemplo, la sombra sigue estando representada por las no tan minorías de color y lengua, entre algunas otras.
Tradicionalmente el venezolano ha sido bastante menos purulento a la hora de proyectar su sombra colectiva. Acuñó, es cierto, ese —mitad burlón, mitad excluyente— “musiú” para definir, en general, a todo aquel no nacido en estas tierras, sobre todo si el tal “musiú” tenía ciertas actitudes desvalorizantes respecto a lo autóctono. Pero hasta ahí. Hoy la sombra colectiva del venezolano, como si ya no fuera difícil en sí misma, se ha bifurcado. No es una, son dos. ¿Qué ven los chavistas en los opositores que tantos los horroriza? ¿Qué ven los opositores en los chavistas que los engrincha de esa manera? ¿Será, pues, cierto, que todos y cada uno le endilgamos al otro aquello que somos incapaces de reconocer dentro de nosotros mismos? ¿Tendrán muchos de los opositores, en duermevela y medrando en la oscuridad, un pequeño caudillo autoritario que no ha encontrado la manera de manifestarse? ¿Tendrán por los excluidos ese alzamiento de hombros vocalizado en el coloquial “me sabe a casabe”? ¿Será cierto que detrás de muchos chavistas no hay otra cosa que un gran resentimiento, una desmedida envidia? ¿Y cómo vino esto a polarizarse de manera tan aguda?
Necesario es reconocer que el papá y la mamá de Hugo Chávez Frías no son sólo aquellos de quienes heredó los apellidos. Los verdaderos padres del fenómeno son, con excepciones, los cuarenta años de atrás, esos en los que un ministro podía robarse, impunemente, trescientos millones de dólares y montar una agencia de viajes en Londres. Los ocho años transcurridos, y los que vienen, ¿de quiénes o qué serán los progenitores?
Hoy, como ayer, por demasiado que nos pese a muchos de ambos lados, Venezuela sigue siendo un botín repartido entre algunos pocos. La sombra colectiva y fraccionada de los venezolanos nos advierte, con demasiada claridad, de qué lado cojeamos. Renegar a priori de las buenas ideas sólo porque no vienen del lado en el que nos situamos, negar que existe y ha existido en este país un desequilibrio social, rechazar al otro, vituperarlo, acosarlo, privarlo de su derecho humano a disentir, es hacerle el caldo gordo a esa sombra colectiva que terminará por devorarnos a unos y otros, convertida, definitivamente, en ese lobo de Plauto que todos llevamos por dentro.
Nota bene: en el artículo de la semana pasada, La evolución de las pueblas, hay una fe de errata: debe leerse “sotto voce y no tan sotto voce”; “y en ese entonces “por ahora” y en espera de un tiempo en que las cosas...”
El tema es arduo y no puede ser reducido a las dimensiones de este artículo. Sin embargo, para aquellos interesados en adentrarse en los vericuetos —no siempre agradables— del psiquismo humano, saber de su existencia es una condición sine qua non.
Conocer la propia sombra es, según Jung, una tarea que demanda paciencia y coraje. Conocerla significa desnudar ante nuestros propios ojos aquello que celosamente nos ocultamos y ocultamos a los demás. La envidia, el egotismo, el odio, los celos, todos los sentimientos considerados moralmente inconvenientes son “archivados” en ese espacio más allá de la consciencia y, por irresueltos, constituyen un fuerte y permanente drenaje de energía. En los sueños ese arquetipo aparecerá siempre como del mismo sexo del soñante y asumirá actitudes que, en la vigilia, nos horrorizarían. O podrá, según el caso, mostrarnos aptitudes positivas que, por razones socialmente inconvenientes, no nos atrevemos a asumir: un flamante abogado hubiera tenido excelentes posibilidades como poeta o músico, pero, adiestrado por otros intereses externos a su verdadera esencia, habrá dejado en la sombra toda su creatividad.
Cuando a Jung se le preguntó si habría Segunda Guerra Mundial, contestó: “Depende de cuántas personas sean capaces de conciliar sus opuestos, de contactar su sombras”. Pues si la sombra individual proyecta sobre el otro todo aquello que la personalidad consciente se niega a aceptar como propio, la sombra colectiva no hace menos; en ese momento y para los alemanes del hitlerismo, la sombra colectiva estaba representada por los judíos.
Esa mala costumbre tan humana de proyectar afuera lo que llevamos dentro es, pues, vieja y dura de roer. En Estados Unidos, por ejemplo, la sombra sigue estando representada por las no tan minorías de color y lengua, entre algunas otras.
Tradicionalmente el venezolano ha sido bastante menos purulento a la hora de proyectar su sombra colectiva. Acuñó, es cierto, ese —mitad burlón, mitad excluyente— “musiú” para definir, en general, a todo aquel no nacido en estas tierras, sobre todo si el tal “musiú” tenía ciertas actitudes desvalorizantes respecto a lo autóctono. Pero hasta ahí. Hoy la sombra colectiva del venezolano, como si ya no fuera difícil en sí misma, se ha bifurcado. No es una, son dos. ¿Qué ven los chavistas en los opositores que tantos los horroriza? ¿Qué ven los opositores en los chavistas que los engrincha de esa manera? ¿Será, pues, cierto, que todos y cada uno le endilgamos al otro aquello que somos incapaces de reconocer dentro de nosotros mismos? ¿Tendrán muchos de los opositores, en duermevela y medrando en la oscuridad, un pequeño caudillo autoritario que no ha encontrado la manera de manifestarse? ¿Tendrán por los excluidos ese alzamiento de hombros vocalizado en el coloquial “me sabe a casabe”? ¿Será cierto que detrás de muchos chavistas no hay otra cosa que un gran resentimiento, una desmedida envidia? ¿Y cómo vino esto a polarizarse de manera tan aguda?
Necesario es reconocer que el papá y la mamá de Hugo Chávez Frías no son sólo aquellos de quienes heredó los apellidos. Los verdaderos padres del fenómeno son, con excepciones, los cuarenta años de atrás, esos en los que un ministro podía robarse, impunemente, trescientos millones de dólares y montar una agencia de viajes en Londres. Los ocho años transcurridos, y los que vienen, ¿de quiénes o qué serán los progenitores?
Hoy, como ayer, por demasiado que nos pese a muchos de ambos lados, Venezuela sigue siendo un botín repartido entre algunos pocos. La sombra colectiva y fraccionada de los venezolanos nos advierte, con demasiada claridad, de qué lado cojeamos. Renegar a priori de las buenas ideas sólo porque no vienen del lado en el que nos situamos, negar que existe y ha existido en este país un desequilibrio social, rechazar al otro, vituperarlo, acosarlo, privarlo de su derecho humano a disentir, es hacerle el caldo gordo a esa sombra colectiva que terminará por devorarnos a unos y otros, convertida, definitivamente, en ese lobo de Plauto que todos llevamos por dentro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario