El escándalo surgido tras la publicación en Alemania de Pelando la cebolla, autobiografía de Günter Grass en la que el ganador del Nóbel de Literatura y del Príncipe de Asturias, ambos en 1999, confiesa que formó parte de las temibles Waffen SS cuando era un muchacho de 17 años, adquiere hoy una mayor dimensión política que ética y, desde luego, literaria. Sobre todo ha colocado la discusión en el terreno de los ultraísmos. Desde la derecha extrema se condena a Grass más como izquierdista que como figura pública que incurrió en un tremendo error histórico y humano. Desde la izquierda extrema también se condena a esta figura capital de la literatura alemana de la posguerra por haber participado en las fuerzas del nazismo como expresión de la derecha más perversa. Pero el asunto, como siempre, es más humano y ético que ideológico. Grass, como cientos de miles de jóvenes de la Alemania de entonces, encontró en las Wagffen SS una forma de actuar frente al miedo histórico y al terror personal. Ya en las postrimerías de la II Guerra Mundial, cuando el Ejército Rojo se acercaba a las puertas de Berlín, Alemania parecía llegar al final. Miles de adolescentes se alistaron, trataron de defender —con razón o sin ella— su patria y, de paso, sobrevivir ellos mismos. ¿Cómo se llevó a cabo la reconstrucción de un país dividido y repartido entre los vencedores sin esos casi niños que vieron en el nazismo una salida? ¿Cuántos de esos muchachos trabajaron en la reparación de la autoestima herida? ¿Cómo maduró la conciencia viva de un país? ¿Acaso fueron marginados los cientos de miles de niños que empuñaron un fusil siguiendo las órdenes de sus superiores? ¿Podemos equiparar a esos adolescentes con los jerarcas de un régimen criminal?
Quien haya leído El tambor de hojalata, El rodaballo o La ratesa sabe que una de las obsesiones de Grass reside en la culpabilidad colectiva, vista como un desafuero histórico que intenta opacar el valor de la individualidad en una sociedad de masas. Una culpabilidad que además de colectiva es también personal. Como aquel niño Oskar, —de El tambor de hojalata— que se negó a crecer como una forma de defenderse del incomprensible mundo de los adultos, en una suerte de parábola de la existencia de Alemania en un mundo que la excluía. No creo que haya sido fácil para este creador —que hoy se aproxima a los ochenta años— compartir tamaña confesión. Grass tenía que haber sabido que desataría este escándalo, que no pasaría por debajo de la mesa. Publicar su autobiografía fue un acto responsable, un exorcismo de sus angustias íntimas. No sólo las referidas a su participación en las Waffen SS sino a los errores cometidos en una Alemania dividida que buscaba su norte y frente a un mundo que lejos de llevar la felicidad al ser humano se ha empeñado en su destrucción.
Yo me pregunto ¿por qué no se condenó a Pablo Neruda después de cantarle loas a Stalin, uno de los personajes más siniestros del siglo pasado, equiparable al propio Hitler? Quizá porque Stalin ganó la guerra y la historia la escriben los vencedores. ¿Recuerdan ustedes a los escritores cubanos que callaron cuando Heberto Padilla fue llevado a juicio? ¿Por qué algunos intelectuales venezolanos cantaron las glorias de un sátrapa como Kim Il Sung? Tengo una pregunta aún más dura: ¿mandaremos al paredón de la historia a todos los escritores y artistas que hoy apoyan a Hugo Chávez? ¿Será esa la manera de defender la democracia y la cultura? Frente a quienes apoyaron o apoyan —ya como creadores maduros, mayores de edad, responsables de sus actos— a regímenes brutales y antidemocráticos, me parece que aquel adolescente alemán de 17 años fue simplemente un estúpido pero no un asesino ni un traidor. Sólo un estúpido… y ya se sabe que la estupidez se supera.
Quien haya leído El tambor de hojalata, El rodaballo o La ratesa sabe que una de las obsesiones de Grass reside en la culpabilidad colectiva, vista como un desafuero histórico que intenta opacar el valor de la individualidad en una sociedad de masas. Una culpabilidad que además de colectiva es también personal. Como aquel niño Oskar, —de El tambor de hojalata— que se negó a crecer como una forma de defenderse del incomprensible mundo de los adultos, en una suerte de parábola de la existencia de Alemania en un mundo que la excluía. No creo que haya sido fácil para este creador —que hoy se aproxima a los ochenta años— compartir tamaña confesión. Grass tenía que haber sabido que desataría este escándalo, que no pasaría por debajo de la mesa. Publicar su autobiografía fue un acto responsable, un exorcismo de sus angustias íntimas. No sólo las referidas a su participación en las Waffen SS sino a los errores cometidos en una Alemania dividida que buscaba su norte y frente a un mundo que lejos de llevar la felicidad al ser humano se ha empeñado en su destrucción.
Yo me pregunto ¿por qué no se condenó a Pablo Neruda después de cantarle loas a Stalin, uno de los personajes más siniestros del siglo pasado, equiparable al propio Hitler? Quizá porque Stalin ganó la guerra y la historia la escriben los vencedores. ¿Recuerdan ustedes a los escritores cubanos que callaron cuando Heberto Padilla fue llevado a juicio? ¿Por qué algunos intelectuales venezolanos cantaron las glorias de un sátrapa como Kim Il Sung? Tengo una pregunta aún más dura: ¿mandaremos al paredón de la historia a todos los escritores y artistas que hoy apoyan a Hugo Chávez? ¿Será esa la manera de defender la democracia y la cultura? Frente a quienes apoyaron o apoyan —ya como creadores maduros, mayores de edad, responsables de sus actos— a regímenes brutales y antidemocráticos, me parece que aquel adolescente alemán de 17 años fue simplemente un estúpido pero no un asesino ni un traidor. Sólo un estúpido… y ya se sabe que la estupidez se supera.