Un París que genera nostalgia, que alberga una clásica historia de amour fou, que impulsa los parpadeos de la memoria y que serpentea airadamente con confesiones que tienen mucho de inadmisibles memorias. Ese París de Mario Vargas Llosa atraviesa las décadas como si estuviese tratando de saldar viejas y nuevas deudas. Desde las primeras páginas de Travesuras de la niña mala, cuando el narrador testimonia "un verano fabuloso" en la Lima de 1950 para abrir paso a "las chilenitas" --aunque sólo una de ellas cobrará verdadera dimensión-- hasta la última evocación de El cementerio marino de Paul Valery, en una colina de las afueras de Sète, fluyen los recuerdos de medio siglo en la vida de un miraflorino llamado Ricardo Somocurcio, cuyas dos únicas certezas en la vidad han sido vivir en París y amar a la niña mala.
Impecablemente escrita, admirablemente construida, la nueva novela de Vargas Llosa se desplaza entre el drama y la comedia en una suerte de crónica que anuda distintos momentos emblemáticos --las luchas del APRA, la Revolución Cubana, el Mayo Francés, el primer gobierno de Alan García, el comienzo de la era del sida, entre otros-- gracias a la vieja historia de la bella y el pelele. ¿La chilenita Lylly, la camarada Arlette, madame Arnoux, Mrs. Richardson, la amante Kuriko, madame Ricardo Somocurcio, la triste Otilia? ¿Qué importa el nombre? Lo que vale es el amor loco, la compenetración entre estafadora y estafado y las distintas caras de la pasión. Desde el principio el lector sabe por donde transitará la trama y simplemente espera una confirmación. ¿No tiene la densidad de La guerra del fin del mundo o la dimensión de La casa verde? Eso no importa. Esta novela se nutre de otras fuentes para realizar un gran rodeo sentimental. Elogio de lo inexplicable e inexorable, Travesuras de la niña mala evoluciona de manera coherente hacia un final --como diría Jean-Claude Carrière-- inevitable pero sorprendente. Detrás, como narraciones que enriquecen lo absurdo de este amor, se encuentran las historias de Juan Barreto o la del niño Yilal, estampas de una esperanza inagotable. "Pero siempre nos queda París", pareciera decir Ricardo como si fuese un Rick Carter sin el rostro de Humphrey Bogart.
TRAVESURAS DE LA NIÑA MALA. Alfaguara, Bogotá, 2006, 375 p.
lunes, agosto 21, 2006
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